
Parece el cuento de la liebre y la tortuga: todos sabemos cómo va la segunda, lenta pero segura, sin desviarse del camino. Y la liebre, confiada, se sienta a mirar, bosteza, se distrae y, cuando reacciona, la tortuga ya cruzó la meta. En el Perú, esa liebre es la justicia: pesada, dormilona y con un olfato tan corto que siempre despierta cuando el escándalo ya está del otro lado de la frontera.
Así ocurrió una vez más. Esta vez, la protagonista del nuevo capítulo es Betssy Chávez, la ex primera ministra y vicepresidenta que, mientras la justicia avanzaba al paso del caracol judicial, ya había extendido su cuello rumbo a la embajada mexicana. Y como si se tratara de una secuela del mismo cuento, la historia se repite: los Castillo, las Heredia, y ahora la “tortuga mosca” de turno, todos con el mismo guion —la justicia los persigue, México los acoge, y el Perú mira cómo se esfuman—.
El país rompió relaciones diplomáticas con México, es cierto, pero eso no impide que la exvicepresidenta ya esté bajo su techo protector. Algunos dicen que se podría negar el salvoconducto, aunque en la práctica eso solo serviría para que Betssy siga victimizándose ante el mundo. Porque cuando el Estado se mueve tarde, lo que gana no es respeto, sino lástima.
¿Y ahora qué? Jurídicamente, el Perú puede invocar el principio de no injerencia y el respeto a sus procesos internos. Pero, en la práctica, México no escucha razones, sino discursos políticos. Y la justicia peruana, una vez más, se queda oliendo el polvo del camino, con la misma pregunta colgando en el aire: ¿por qué siempre llegan tarde?
Los antecedentes estaban ahí. El asilo a la familia de Pedro Castillo y la complacencia diplomática de México eran una advertencia clarísima. Pero la liebre judicial prefirió dormirse bajo la sombra de los trámites, los recursos, las apelaciones. Y cuando despertó, ya no había pista, ni tortuga, ni país que no se riera del espectáculo.
Porque sí, una cosa es ser garantista del debido proceso, y otra muy distinta, ser ingenuo hasta el ridículo. En el mundo, el Perú vuelve a quedar como el país donde las tortugas escapan y la justicia no tiene patas ni reflejos.
La pregunta final es casi zoológica: ¿la justicia peruana es ciega, coja o simplemente mansa? Porque si sigue así, seguirá siendo el animal favorito de quienes saben correr más rápido… y esconderse mejor.